Había nacido en la Alemania del Este. De niña perdió a sus padres y acabó en un hogar de niños desamparados. De allí la sacó un respetable matrimonio de mediana edad, pero Christa huyó rápidamente de ese nuevo hogar y se encontró otra vez en el hogar de los desamparados. Más tarde se matriculó en la facultad, conoció a un islandés perdido que se enamoró de ella, se casó, viajó a Islandia, cocinó en un barco de pesca para treinta pescadores, limpió pescado en la lonja; después tuvo dos hijos y huyó rápidamente del nuevo hogar, a Italia, con el primero de sus numerosos amantes posteriores. Después de dos años de un apasionado vagar por Italia, su amante se volvió a Islandia y ella a Alemania, esta vez a Berlín Occidental (ya que había sido expulsada para siempre del Oriental), donde escribió poemas, se suicidó sin éxito unas cuantas veces, bebió, sufrió, volvió a Islandia llena de esperanza, como si volviera a Berlín del Este, y entonces se rindió, contrayendo un perpetuo complejo de Medea (sus hijos islandeses vivían en Islandia, con su padre). Viajó al norte, al sur, al oeste y al este, buscando frenética e inútilmente un sustituto de la patria perdida, viajó donde pudo, y cómo no, a China, a Brasil, a América, a Rumania, ahí varias veces, donde llevaba ropa y latas de comida a los alemanes rumanos.
En Berlín iba todos los días al Muro, se subía al mirador y durante horas se quedaba observando fijamente al otro lado, acurrucada como un pájaro. Militaba, traía tránsfugos, daba de comer a los emigrantes de Alemania del Este, odiaba a los rusos, se ocupaba de los orientales: rumanos, polacos, húngaros, búlgaros, checos; volvía a beber, a militar, a odiar, a amenazar desde el mirador con su correosa mano (reforzada en la lonja islandesa) hacia Berlín del Este, a aterrizar después de un viaje en el aeropuerto de Berlín del Este, a llorar y a maldecir terriblemente a los aduaneros de caras pétreas de la Alemania del Este, acusándoles de haberle robado su patria.