Eran lo bastante viejas para encolerizarse donde y cuando quisieran, estaban lo bastante fatigadas para esperar sin angustia la muerte, lo bastante desvinculadas de la carne para aceptar la noción de dolor a la vez que ignoraban su presencia. Eran, de hecho y al fin, libres. Y en sus ojos, en los ojos de aquellas negras viejas, se sintetizaba su propia vida: un puré de tragedia y humor, de perversidad y serenidad, de realidad y fantasía.