Siento que estuve escribiendo un manual sobre cómo envejecer, pero Elsa no era ejemplo de casi nada (salvo de una perseverancia enfermiza, tanto en lo bueno como en lo malo) ni le hubiera gustado serlo. Aguantó su autonomía todo lo que pudo, en lo físico y en lo mental, hasta que el cáncer se la arrebató. Nunca la vi temblar, ni precipitarse en la demencia senil. Es cierto que a su manera estaba algo enloquecida, pero en todo caso su locura la acompañó toda su vida. Poco antes de morir me dijo: “Nunca dejamos de ser chicos. Mucho o poco, depende, pero siempre está, en todos, con distintos matices”.