relaciones con la comida están marcadas por una especie de poesía primigenia y, si puede decirse que existe una rítmica gastronómica, su metro es el homérico. La mitad de la silla de añojo que se despacha en unos pocos instantes de ronzar entre susurros, los platos que asalta a continuación –pasteles cuyo tamaño sobrepasa el del plato de uno solo de ellos y un pavo tan grande como un ternero y relleno de huevos, arroz, hígado y otros ricos ingredientes–, todo ello son los emblemas, la corteza externa y los ornamentos naturales del hombre y proclaman su existencia con esa clase de ronca elocuencia que Flaubert empleaba para introducir en su epíteto preferido: «Hénorme»