En cualquier caso, Frank no esperaba recibir pedidos de impresión por parte de revolucionarios ni de presos políticos, ya que ellos mismos parecían capaces de producir a su antojo todos los manifiestos prohibidos que animaban el flujo sanguíneo de la ciudad, así como concitar todas las amenazas del mundo. Frank se preguntaba, e incluso a veces trataba de calcular, cuántas imprentas habría ocultas en buhardillas y sótanos de estudiantes, en establos, en baños públicos y en urinarios de patios traseros, en gallineros, en casetas de pequeños huertos, bajo montones de patatas... Pequeñas prensas manuales, seguramente Albión, que imprimían por una sola cara y que se esfumaban como por arte de magia al menor indicio de peligro, para aparecer en otro lugar sin que nadie supiera cómo. Se imaginaba a los disidentes, en los ciento cuarenta días anuales de heladas que había en Moscú, calentando la tinta para poder tirar una amenaza más. Y es que la tinta de imprenta se congela con mucha facilidad.