A comienzos de los años setenta, cuando yo era niño, vivía en San Estanislao, un pueblo caliente y arenoso del norte de Bolívar.
Allí, a diferencia de lo que sucedía en otras partes de Colombia, no se vivía el “sueño americano”. Los habitantes, campesinos en su mayoría, soñaban con irse para Venezuela a trabajar como ordeñadores en los hatos ganaderos o como empleadas domésticas en las casas de familia.