Yo pensé que mi abuela no sabía ni quería saber pero que se había dado cuenta de lo que todos pensaban en silencio: que lo único importante que le quedaba por hacer era morirse. Que desde ahora hasta morirse sería, con suerte, una molestia leve: que si no se volvía loca o inválida o mormosa sus hijos tratarían de que siguiera en su casa, se turnarían para ver cómo estaba, la visitarían cada tanto y la invitarían a las fiestas familiares pero que todo sería como un deslizamiento, una cuesta tranquila hacia una tarde como ésta; ese día volvería a ser el centro de atención por unas horas. Y entonces, resentida como era, se preguntaba si su cajón sería como éste, de madera reluciente con herrajes bronceados, o más modesto porque nadie querría gastarse la plata en enterrarla o si sus hijos le comprarían uno con herrajes más nobles –de verdadero bronce, no de lata bronceada– porque total ya no tendrían que ocuparse más de ella y entonces sí le podrían dar esa última alegría –pensaba: la última alegría– y que quizá lo hicieran porque para ellos sería como un festejo, pensó, y que si seguía pensando en esa dirección iba a terminar loca, más loca