Gruben perdió los estribos, principios y libretos –yo ya era bueno en conseguir tal resultado– y me pegó tremendo palmetazo en mi mínima nalga. Obediente, humillado, solté el grito. Mamá gritó, la enfermera gritó, el doctor Gruben se quedó callado, mirándome, pensándose. Después, muchos años después, mamá me contó que ése fue su momento decisivo: que entonces creyó reconocer la justeza de esa frase que dice que la violencia es la partera, que se hizo paramédico de los montoneros y que más tarde, secuestrado por los paramilitares, fue uno de sus colaboradores más dilectos, que ayudó a torturar a cientos de personas, que se dio a la bebida y que ahora, con un nombre alemán, vive en la costa de Colombia cuidando chicos leprosos para pagar sus culpas. Yo no lo creí: nadie termina en un leprosario de la costa colombiana a menos que lo haya deseado desde siempre o, dicho de otro modo: nadie termina por azar en ese sitio. Hay lugares donde se puede terminar por decisión o por azar, hay otros donde sólo por azar, otros donde sólo decidiendo: yo sé de eso, y el leprosario colombiano no tiene azar posible. Pero la historia de Gruben es una historia de mamá, o sea: grandes proporciones de mentira sobre una base indefinible de verdad