un abanico de chorreones sucios. Únicamente las ventanas de la planta superior estaban entreabiertas, y la fealdad de toda la casa se disipó de pronto, pues, delante de una de ellas y del estrecho balcón del avant-corps derecho, en diagonal, se deslizaba –veraniego, solar, ajeno al otoño, flamante, incoherente con la húmeda bruma de noviembre– uno de esos toldos con mil rayas de arco iris que el catorce de julio engalanan los paseos marítimos de las playas de moda