Me acuerdo de un señor que se cayó al agua cuando cruzamos el río –le digo a la muchacha–. Veníamos en la lancha, nos cruzaron y nos dijeron que teníamos que bajar ligero y salir corriendo para el otro lado. Y el señor no se podía bajar, aunque no estaba tan anciano, entonces lo bajaron y lo tiraron al agua. Se mojó todo y lo dejaron ahí. Nadie lo ayudó, porque no te puedes quedar mucho tiempo ahí en la orilla. Salimos corriendo, no nos dijeron adónde teníamos que ir, nos metimos como a una montaña, llena de árboles, no había camino, tenías que ir abriendo el camino. Estaba todo oscuro, nadie llevaba lámparas ni nada, nos dijeron que no teníamos que llevar nada. Éramos como treinta personas, había muchachas embarazadas, niños tiernitos, no encontrábamos la salida. Venía un niño llorando. Tuvimos que regresar y agarrar otro camino. Vi que una señora llevaba una botella de agua y le pregunté si me podía compartir y ella me negó el agua, me dijo que tenía que guardarla para ella. Eso no se me ha olvidado, que me negara el agua. A lo lejos vimos unas luces y caminamos hacia allá. La verdad, no tenía la menor idea de qué teníamos que hacer, para dónde teníamos que agarrar, nada. De repente apareció el carro. Era la policía