Maté a mi hermano con una moneda de un centavo. Simple, benévolo y perfectamente creíble.
Sucedió en las vías del ferrocarril. Porque, tal como me enseñaría la vida en los años que vendrían, un tren a toda velocidad era muchas cosas. Majestuoso, cuando pasaba desdibujado, demasiado rápido como para que los ojos pudieran registrar algo más que franjas de color. Poderoso, cuando retumbaba bajo los pies como un terremoto inminente. Ensordecedor, cuando rugía por las vías como una tormenta caída del firmamento. Un tren a toda velocidad era todas estas cosas y más. Un tren a toda velocidad era letal.
La grava que llevaba hasta las vías estaba suelta y nuestros pies resbalaban al trepar. Eran casi las seis de la tarde, la hora habitual en la que el tren pasaba por la ciudad. El sol que caía en el horizonte teñía de un rojo morib