Cuando Alejandro murió, en 1894, su hijo le sucedería. Nicolás II (r. 1894-1917), el último de los Romanov, fue quizá el menos afortunado de la dinastía. El Imperio ruso necesitaba un zar con la voluntad de Pedro el Grande, la inteligencia de Catalina, la astucia de Dmitri Donskói, el reformismo de Alejandro II y un toque de la determinación de hierro de Nicolás I. Lo que obtuvo fue un hombre de un conservadurismo muy poco imaginativo, de convicciones vacilantes, sumiso ante aquellos de fuerte carácter, imperioso ante los bienintencionados. Él mismo sentía que no estaba preparado para ocupar ese puesto. «¿Qué será de mí y de Rusia?», le preguntó a su primo y cuñado, el gran duque Alejandro, en la víspera de su coronación. Exactamente, ¿qué será?
En él se conjugaban las dos peores cualidades que puede tener un líder a la vez, la estupidez y el sentido del deber. Quedó claro desde el principio que no tenía respuestas para los desafíos a los que se enfrentaba Rusia, desafíos que, irónicamente, estaban siendo magnificados por el exitoso desarrollo económico. Bajo el sucesor de Vishnegradski, Serguéi Witte, en la década de 1890 la economía creció en torno a un 5 por ciento al año. Sin embargo, los ingresos medios reales caían, porque seguía tratándose de una modernización de bajo coste. Las ciudades crecieron; en los peores suburbios, la policía no se atrevía a entrar, y la nueva fuerza de trabajo industrial que las poblaba se volvió muy susceptible a las ideas revolucionarias. La gente estaba hambrienta y enfadada, una situación combustible que solo necesitaba una chispa para arder.
[súper-sic]