Nacido en un remoto lugar de Siberia, Rasputin podría haber llevado la existencia de un simple mujik semianalfabeto, de no haber sido por la curiosidad que en él despertaban la religión y sus enigmas, por su singular percepción de la realidad y los a veces extraños acontecimientos que le sucedieron. Dotado de un magnetismo extraordinario, comenzó a ejercer su influjo sobre los campesinos y lugareños, divulgando una nueva forma de entender la religión y de practicarla, hasta que representantes de la Iglesia ortodoxa vieron en él la encarnación de la sencilla y positiva sabiduría popular y lo ayudaron a introducirse en la mejor sociedad de San Petersburgo. En poco tiempo, Rasputín consiguió rodearse de un círculo de seguidores, la mayoría mujeres nobles dispuestas a seguir sus enseñanzas y a entregarse a él en cuerpo y alma. Cuando la zarina Alejandra, desesperada ante los estragos que la hemofilia causando en su hijo, conoce a ese iluminado, deposita en él todas sus esperanzas y lo convierte en médico del zarevich y consejero de Estado, y, con ello, en una de las piezas claves de la irrefrenable caída del gran imperio ruso.