Sí, por favor.
—La señorita Fernley había insistido en que Azucena preparara la sopa para el almuerzo de nuestro club. Le salió espantosa; todo el mundo lo pensó y algunos incluso lo dijeron en voz alta. Por desgracia, Azucena debió de oírlo, porque se retiró a la sede del club y se afanó en limpiar mesas que no necesitaban que las limpiaran.
—Pobre Azucena —dije.
—Bueno, puede que no opines lo mismo cuando escuches el resto de la historia. Si no fuera por aquella sopa tan horrible, quizá no hubieras llegado a nacer nunca.
Sabía lo que se acercaba y contuve la respiración para escucharlo.
—No sé muy bien cómo, tu padre consiguió terminarse su cuenco. Me quedé estupefacta, pero luego lo vi llevarse el cuenco a la cocina y pedirle a Azucena una segunda ración.
—¿Y también se la comió?
—Sí. Y, entre cucharada y cucharada, le hizo a Azucena una pregunta tras otra y, en un lapso de quince minutos, la cara de tu madre pasó de ser la de una chica tímida e incómoda a la de una joven segura de sí misma.
—¿Qué le preguntó?
—Eso no puedo decírtelo, pero, para cuando tu padre terminó de comer, era como si se conocieran de toda la vida.
—¿Supiste que se iban a casar?
—Bueno, recuerdo que pensé en lo afortunado que era que Harry supiera hervir un huevo, porque a Azucena nunca iba a gustarle pasar demasiado tiempo en la cocina. Así que, sí, creo que supe que se casarían.
—Y luego nací yo y luego ella murió.
—Sí.
—Pero, cuando hablamos de ella, cobra vida.
—Nunca lo olvides, Esme. Las palabras son nuestras herramientas de resurrección.