Renata Adler ya se había granjeado una fama de periodista incendiaria y polémica en The New Yorker antes de publicar en 1976 su primera y ya mítica novela, Lancha rápida, una de las obras estadounidenses de culto de la segunda mitad del siglo xx. Jen Fain, la protagonista, es una joven periodista sin objetivos, aparentemente incapaz de establecer ningún vínculo romántico o plantear una pregunta directa, incapaz incluso de recoger el periódico de la mañana sin encontrar un dilema moral en forma de un vagabundo desmayado en el vestíbulo, pero, sin embargo, logra poner en el punto de mira las sutilezas de la vida.
De las cenizas del sueño libertario y hippie de los sesenta surgen la desorientación y el vértigo que en Lancha rápida no sólo funcionan como el trasfondo de la novela (y de la época), sino que se convierten en la forma misma de la narración, una narración acelerada, nerviosa, discontinua: listas, fragmentos, viñetas de vida, diálogos beckettianos, párrafos eléctricos, intermitencias que devienen inventarios y collages de la conciencia… Es hasta cierto punto una canción para tiempos convulsos, una polifonía estresada construida con las estrategias propias del disc-jockey, un texto que se adelantó varias décadas a la escritura telegráfica e impaciente que vemos en Twitter, Facebook o los correos electrónicos y que rige nuestros tiempos.
Lancha rápida es una novela escrita no tanto en términos de control o comedimiento estructural como de asociación, tonalidad, sugestión: pone en juego una (con)fusión entre el todo y las partes, entre lo literal y lo figurado, la seducción y la amenaza, la causa y el efecto, y fue todo un punto de referencia para escritores como David Foster Wallace o Elizabeth Hardwick.