El beso es la sinécdoque de la vida, la parte por el todo, nos recuerda Edgardo Scott en este precioso y beckettiano libro sobre el contacto, cuyo recorrido empieza por el beso pero le siguen las manos, las caricias, las salivas que se mezclan, los abrazos, incluso la palabra, que solo existe realmente —como el beso— si se completa en el que escucha. Escrito en pleno aislamiento sanitario, Contacto nos guía por las diferentes figuras de esas experiencias-interfaz que se saltean el histrionismo de la mediumnidad, las que van directo a la presencia, y que —nos susurra el autor de manera un poco sombría— se están desvaneciendo irremediablemente. No por la pandemia, sino por nuestro profundo miedo a la exposición, a todo riesgo.
Dispuesto a recuperar lo que parece perdido, como ya hizo Odiseo en la isla de Calipso (pero con Internet), Scott echa mano a lo que tienen todos los aislados: sus imágenes mentales, sus recuerdos, sus asociaciones. Emma Bovary y la serie Viajeros, Alfonsina Storni y la pareja que se besa con escafandra en la tapa del disco de Blur, un dibujo del graffitero Banksy, quien no dejó de debatirse, temor y temblor: ¿es correcto contribuir al capitalismo musical? Ante la Ley. Un tuit genial: “Todos somos pinturas de Hopper”, y también Pavese, y Carlos Correas y Winona Ryder.
Todo lo que aparece en Contacto es lo opuesto a un archivo —útil pero lejano: todo aquí es atractivo, de todo quisiéramos acordarnos nosotros también. ¿No es esa, precisamente, la magia material, hormonal incluso, de ese misterioso contacto a distancia —en el espacio pero, sobre todo, en el tiempo— que llamamos literatura, poesía, pensamiento?