Durante los primeros años del siglo XXI ha habido un gran aumento de los tratamientos de reproducción asistida. Las causas son diversas: la caída de la fertilidad, el estilo de vida, y la precarización económica y social, entre otros. La tecnología es una bendición
pero también implica riesgos e incertidumbres.
Muchos tratamientos exigen el uso de óvulos donados. A diferencia de lo que ocurre en muchos países de la UE, en España la donación es anónima y es un doble incentivo: anima a muchas mujeres en situación precaria a donar óvulos a cambio de una compensación de entre 900 y 1.200 euros, y muchas mujeres y parejas extranjeras viajan a España para comprar dichos óvulos. Sin garantía de anonimato, las donantes se expondrían a que los nacidos de sus óvulos pudieran conocerlas al llegar a la mayoría de edad, como sucede en muchos países. El derecho a conocer los propios orígenes está garantizado por la legislación nacional e internacional, y las donaciones anónimas las contradicen.
Legalmente, ninguna mujer puede donar óvulos más de tres veces y el máximo de bebés que pueden nacer de ellos es seis, pero no hay ningún registro centralizado que lo controle. En nuestro país, una mujer puede donar tantas veces como quiera, por altruismo, por la recompensa económica o por ambas cosas, sin casi ningún control, asumiendo riesgos para su salud actual y futura, sin que las clínicas sean responsables.
¿Qué hacemos con los cientos de miles de embriones congelados en España? ¿Podemos hablar de ovodonación o debemos llamarlo venta? ¿Debe ser una salida económica desesperada para mujeres jóvenes y precarias? ¿Debemos replantearnos la maternidad a cualquier precio o damos vía libre a los avances de la reproducción asistida?