Cien noches

Susana, como Gastón, tenía una ideología resbaladiza, pero repetía siempre una sentencia: «No hay una sociedad digna sin dignidad para los trabajadores.»

A pesar de todas estas precauciones, conozco ya, desde hace tiempo, la vejez sexual, ese estado de fatiga que solo puede vencerse recordando las glorias pasadas del cuerpo.

Hojeé algunos de mis cuadernos y encontré en ellos sobre todo hipótesis candorosas y desafortunadas, pero de repente leí una que parecía haber sido escrita para ese momento: «Hay dos tipologías de personas claramente opuestas: las primeras, cuando tienen que comer un menú en el que hay platos exquisitos y platos nauseabundos, comienzan siempre por los exquisitos para evitar que puedan malograrse (a causa de una muerte imprevista, de la saciedad o de algún desastre); las segundas, por el contrario, empiezan por los platos repulsivos para poder regodearse luego en las delicias y quedarse al final con el gusto del placer.

Las grandes tragedias y calamidades ocurren a menudo a causa de razones minúsculas.

«El hombre quiere ser otro. He aquí lo específicamente humano.»

piensa que a partir de una determinada edad el ingenio excesivo solo afea el carácter.

En ese instante, pensé en lo difícil que es elegir un solo hombre para amarlo.

Llegué a escribir el principio fundamental de mi filosofía en la primera página del nuevo cuaderno de notas que compré al regresar a Chicago para comenzar el tercer curso universitario: «Todo lo que creemos sentir tiene su raíz en el cuerpo.»

Aquel verano, en suma, cuando aún creía que el rumbo de mi futuro iba encaminado hacia la investigación científica, establecí los fundamentos de mi pensamiento acerca de la condición humana, que tenía un principio básico: todo lo que creemos sentir tiene su raíz en el cuerpo; el sistema nervioso es el alma.

Después de ese periodo, el organismo vuelve a segregar con normalidad la dopamina, que, si no se libera entonces a través de la sexualidad promiscua, se convierte en un componente corrosivo del amor.