Y, como con el bostezo, la risa, el frío o la juventud, aquí estamos, proponiendo contagiar la gran aventura humana: la ciencia. En lugar de abrir la boca bostezando, contagiar el reflejo por el que se nos caen la mandíbulas frente a un descubrimiento, compartir la risa de un experimento, el escalofrío de saber que, por un momento, hay un secreto de la naturaleza que sólo conocemos nosotros (y la naturaleza, claro), la juventud que implica estar siempre a la caza de preguntas. Más allá de la ciencia profesional, aquí nos centramos en contagiar el pensamiento científico, aquella porción de la cultura que nos despierta curiosidades, inquietudes, cosquillas. Las herramientas de este contagio —sus virus y bacterias— son el objeto de este libro. Así, algunos de los más importantes contagiadores de Iberoamérica nos comparten sus secretos, sus pócimas y sus instrucciones confidenciales a la hora de esparcir brotes de ciencia. Todos los escenarios son lícitos, y por esta crónica hospitalaria circulan museos, libros, diarios, aulas, revistas, televisores, artes, radios y carnavales. No importan de dónde vengan los agentes infecciosos: tendremos científicos, periodistas, divulgadores, editores y hasta un ministro que nos dejarán entrar a la trastienda de sus métodos y nos compartirán sus misterios a la hora de inocular la ciencia, con la honestidad de comunicar eventos triunfantes… y de los otros.
Si somos exitosos —y confiamos en serlo— estas páginas tendrán, a su vez, un efecto multiplicativo y sus lectores, de manera inexplicable e inmediata, se convertirán a su vez en contagiadores, en parte de una epidemia zombie que, en lugar de comer cerebros, los celebre, los ilumine y predique esta manera tan particular de ver el mundo con ojos de científico.
No nos unen el amor ni el espanto, sino el contagio… de la ciencia.