Quisiera dar un gran rodeo

La estrategia de Hitler, si hemos de usar esa palabra, es tan simple que resulta increíble para la mayoría de la gente: cuando dice algo, lo cree. Está dispuesto en cualquier momento a pagar el precio de equivocarse. En cambio, los otros ni siquiera están dispuestos a pagar el de estar acertados.

El maestro Lie Tzu dijo: «Quien recurre al silencio en lugar de al lenguaje habla de verdad. Quien sustituye el conocimiento por el vacío mental sabe de verdad».
Y después, como previendo la controversia Hamlet-Fausto que iba a cobrar forma unos veinte siglos después, uno de los grandes sabios habló así a su discípulo: «La investigación no debe estar limitada ni debe ser ilimitada. En esa indefinición hay una realidad. El tiempo no la cambia. No puede padecer merma. ¿Debemos entonces denominarla nuestra gran guía? ¿Por qué no poner nuestros incrédulos corazones a investigarla? ¿Y después, recurriendo a la certeza para despejar la duda, volver a un estado sin duda en el que la duda esté doblemente muerta?».

Todos avanzamos, algunos más rápido que otros, eso es todo. Ninguno de nosotros vuelve atrás, excepto mentalmente, lo que es un engaño y una falsa ilusión. Algunos de nosotros hemos liquidado el pasado, la mayoría de nosotros nunca lo liquidará y, por último, no es el pasado lo que importa en modo alguno porque, cuando pasamos de plano al presente, el pasado está ahí y el futuro también y ninguno de los dos es aterrador ni desconcertante. En pleno presente, que es el momento vivo, juntamos fuerzas con el pasado y el futuro.

No quieres saltar el último obstáculo. No quieres sufrir la agonía imprescindible para liberar el espíritu. La carne es débil y el entendimiento lo es aún más. A tu alrededor no veo otra cosa que paredes y murallas creadas por ti mismo: estratagemas protectoras que, en última instancia, no protegen. Es que nadie puede construir una pared invulnerable en torno al espíritu. En esa soberbia inteligencia tuya, has pensado el asunto hasta el último foso.

Eres como un salvaje que desmonta el reloj para averiguar qué es lo que lo hace funcionar, pero, también como el salvaje, no averiguas lo que lo hace funcionar ni vuelves a montar el reloj. Te quedas con un bonito caso de destrucción en las manos… una tarea bien hecha, pero ¿con qué objeto?

La diferencia fundamental entre nosotros estriba en que tú insistes en llegar a una conclusión. Es tu cabeza, maravillosamente analítica, la que no se contentará hasta que el tema haya quedado desmenuzado. Debes cogerlo entre los dedos, hablando metafóricamente, y hacerlo pedazos. Ésa es tu forma de aferrarte a las cosas. Eres como un salvaje que desmonta el reloj para averiguar qué es lo que lo hace funcionar, pero, también como el salvaje, no averiguas lo que lo hace funcionar ni vuelves a montar el reloj. Te quedas con un bonito caso de destrucción en las manos… una tarea bien hecha, pero ¿con qué objeto? A ver, ¿debemos saber qué es lo que hace funcionar el reloj? ¿Es que no basta con saber qué hora es? ¿E importa mucho qué hora sea? ¿Necesitamos la hora exacta, la del ferrocarril, la astronómica? ¿O preferimos más bien olvidar la hora y lo que la hace serlo?

El color tienes tres aspectos: valor, intensidad y tonalidad. La vida refleja siempre esos tres aspectos del color. Podríamos considerar los tres colores primarios (rojo, amarillo, azul) tres constantes, tres absolutos. Voy a elegir arbitrariamente para esos tres colores (que el arco iris, en su lapso entre dos infinitos, nos revela) las siguientes representaciones:
1. Rojo: la experiencia.
2. Amarillo: el inconsciente.
3. Azul: el proceso mental.
Cada una de ellas es un absoluto inalcanzable, imposible de aislar.

Tenía lo que se llama una «mentalidad judicial»: podía abordar un asunto desde todos los puntos de vista sin zanjarlo nunca.

Se vuelve un traidor al género humano.

De ese modo, crea la leyenda de si mismo, la mentira en la que se establece como héroe y dios, la mentira en la que triunfa sobre la vida.