Estaría bien ir a casa de Kuraguin”, pensó. Pero enseguida recordó la palabra de honor, dada al príncipe Andréi, de no frecuentarlo más.
Pero al instante, como les suele pasar a los hombres sin carácter, sintió tan vivos deseos de gozar una vez más de aquella vida depravada, tan bien conocida, que decidió acudir. Y al momento pensó que la palabra empeñada no tenía validez, porque antes de hacer la promesa al príncipe Andréi había dado al príncipe Anatole su palabra de ir con él. “En fin de cuentas— pensó, —todas estas palabras de honor son algo convencional, sin sentido preciso alguno, sobre todo si se considera que mañana mismo se puede morir uno, o puede ocurrirle algo tan extraordinario que ya no exista nada, ni honor ni deshonor.” Semejantes razonamientos, que destruían en él todas las decisiones y todas las suposiciones, eran frecuentes en Pierre. Se encaminó, pues, a casa de Kuraguin