Alusivos, reticentes, desconfiados: en ellos se suceden preguntas que nadie responde, paisajes mentales, alabanzas formuladas por un yo que bien podría ser nadie. O bien, se dice «la alegría más alta», la de una pérdida sagrada y sus delicias.
Ruido, escribió Murena, es lo que hacen los que no oyen. En esa frase extraordinaria conviven muchas cosas: un anatema contra el infierno sonoro de la cultura de masas, sí, pero también un álgido llamado a oír lo que Henri Bremond, en su libro Plegaria y Poesía, llamó «el vacío viviente»:
Hombre, calla, escucha.
La sabiduría es receptiva.
o
Yo
me desnudo
para recibir
al monarca
desconocido.