Me cuesta trabajo mirar a la señora Purcell y ver los párpados delicados que apenas tiemblan sobre los ojos que tiene muy hundidos en la cara y recordar las noches que me dejaba sentarme en la cocina escuchando obras de teatro y cuentos en la radio, y que ella no daba ninguna importancia a darme una taza de té y una gran rebanada de pan con mermelada. Me cuesta trabajo, porque la gente del callejón está a las puertas de sus casas, encantados, y yo me avergüenzo de mí mismo por haber dejado a mi madre y por haberme quedado con mi enfado en la cama del hotel National. ¿Cómo podría explicar ella a los vecinos que me había recibido en la estación y que yo no había querido venir a casa? Me gustaría acercarme a mi madre, que está a la puerta de su casa, a pocos pasos, y decirle cuánto lo siento, pero no puedo por miedo a que se me salten las lágrimas y entonces ella me diría:
—Ay, tienes la vejiga cerca del ojo.