La Mujer, muy enojada, se soltó el pelo, echó más leña al fuego, sacó la enorme paletilla de cordero y se puso a hacer un conjuro para evitar decir una tercera palabra en alabanza del Gato. No fue un conjuro cantado, mi bien amado, sino un conjuro silencioso. Y poco a poco se hizo tal silencio en la cueva que un ratoncito diminuto salió de una esquina y echó a correr por el suelo.
—Oh, enemiga, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo —dijo el Gato—. ¿Ese ratón es parte de tu conjuro?