Alma del mar

según le decía su papá– los dos mejores regalos que alguien le puede dar a otra persona: un par de ojos curiosos y una vida para disfrutarlos.

El papá de Alma también le hablaba mucho del abuelo, un verdadero pescador de piel curtida y manos de pulpo que había tenido que dejar su bote encallado en la arena, después de dos meses de regresar a casa con sus redes vacías, mientras los grandes barcos pasaban llevándose todo, arrancando con sus garras enormes hasta las piedras del fondo marino, secando el mar.

—Todo lo que te conté sobre el mar, me lo contó tu abuelo.

Alma lo miró sin comprender. Su papá finalmente colocó sus ojos sobre ella:

—Yo tampoco lo había visto jamás.

Alma y de su papá, que llevaban mucho tiempo ahorrando para poder pagarse el viaje hasta la costa.
Claro, esos ahorros siempre acababan consumidos por una necesidad más urgente: un nuevo carretón para que su papá vendiera legumbres en el mercado de la ciudad, unos zapatos nuevos para Alma, una plancha que no electrocutara a nadie.

Alma no tenía memoria de su mamá, que se había despedido de este mundo cuando ella nació, dejándole –según le decía su papá– los dos mejores regalos que alguien le puede dar a otra persona: un par de ojos curiosos y una vida para disfrutarlos.