Durante varios meses, nos conformamos con hacer fotos, mirarlas y acumularlas. La idea de escribir a partir de ellas surgió una noche cenando. No me acuerdo quién la tuvo el primero pero supimos inmediatamente que sentíamos el mismo deseo de darle forma. Como si lo que habíamos pensado hasta entonces como suficiente para conservar la huella de nuestros momentos amorosos, las fotos, no lo fuera, como si hiciera falta algo más, la escritura.
De una primera selección de fotos, unas cuarenta, elegimos catorce y nos pusimos de acuerdo en que cada uno escribiría por su lado, con toda libertad, sin mostrar nada al otro antes de terminar, ni decirle siquiera una palabra al respecto. Esta regla fue rigurosamente respetada hasta el final.
Con una excepción. Cuando empezamos las tomas, yo estaba en pleno tratamiento por un cáncer de pecho. Al escribir, enseguida se impuso en mí la necesidad de evocar «la otra escena», esa donde se jugaba en mi cuerpo, ausente de los clichés, el combate vago, sorprendente —«¿Es a mí, realmente a mí, a quien le está pasando esto?»—, entre la vida y la muerte. Se lo comenté a M. Él tampoco podía esconderlo, esencial en nuestra relación durante meses. Fue la única vez en la que hablamos del contenido de nuestras «composiciones», denominación espontánea, provisional, de nuestro proyecto, que se correspondía con lo que eran, en el doble sentido del término, para nosotros.
No puedo definir el valor y el interés de nuestra empresa. En cierta manera, procede de la desenfrenada plasmación en imágenes de la existencia que, cada vez más, caracteriza la época. Foto, escritura, en ambos casos se trataba para nosotros de conferir más realidad a momentos de goce irrepresentables y fugitivos. El mayor grado de realidad, sin embargo, se alcanzará solamente si estas fotos escritas se transforman en otras escenas en la memoria y la imaginación de los lectores.