Cuanto más pienso en Eichmann y en mí, tanto más pienso que a él deberían mandarlo a un hospital, y que yo soy la clase de individuo para el que se hicieron los castigos infligidos por hombres ecuánimes y justos.
Como amigo del tribunal que juzgará a Eichmann, ofrezco mi opinión. Eichmann no puede distinguir entre el bien y el mal, no sólo el bien y el mal, sino también la verdad y la falsedad, la esperanza y la desesperación, la belleza y la fealdad, la bondad y la crueldad, la comedia y la tragedia se amontonan sin discriminación en la mente de Eichmann.
Mi caso es distinto. Siempre he sabido cuándo tenía que mentir; soy capaz de imaginar las crueles consecuencias de que alguien crea mis mentiras, sé que la crueldad es un mal. No podría mentir sin saberlo, así como no podría eliminar un cálculo de riñón, al orinar, sin darme cuenta.
Si existe otra vida después de ésta, me gustaría muchísimo ser, en esa otra vida futura, la clase de individuo de quien se pudiera decir con verdad:
«Perdónelo porque no sabe lo que hace.»
Pero esto no se puede decir de mi, por ahora.
La única ventaja que veo en conocer la diferencia entre el bien y el mal, es que algunas veces puedo reírme, mientras que los Eichmann no pueden encontrar nada gracioso.
—¿Sigue usted escribiendo? —me preguntó Eichmann, allá en Tel Aviv.
—Un último proyecto —contesté—. Una maniobra de comando para los archivos.
—Usted es un escritor profesional, ¿verdad?
—Algunos lo creen así.
—Dígame: ¿dedica un tiempo fijo del día a escribir, tenga o no ganas de hacerlo, o espera a que le venga la inspiración, sea de día o de noche?
—Escribo a horas fijas —recordaba lo que hacía tantos años atrás.
Con eso conseguí otra vez su respeto:
—Sí, sí… —asintió—. A horas fijas. Es lo que yo he encontrado mejor, también. A veces me quedo mirando el papel en blanco, pero sin embargo, me quedo ahí y lo miro durante todo el tiempo que he destinado a escribir. ¿El alcohol ayuda?
—Pienso que menos de lo que parece… Y sólo parece ayudar durante la primera media hora.
Esto también era una opinión de mi juventud.
Eichmann hizo un chiste.
—Escuche: acerca de esos seis millones…
—¿Sí?
—Le puedo dejar unos cuantos para su libro —dijo—. No creo que necesitaré todos esos millones.
Entrego este chiste a la historia, porque supongo que no había ningún grabador en la celda. Esta es una de las memorables agudezas de aquel Gengis Kan burocrático.