No es esa Mélika aquel lugar espantoso adonde se llevaron secuestrados a hijos e hijas de negros hace muchos, muchos años?
Y aunque oíamos todo esto, dejábamos que nos entrase por un oído y nos saliese por el otro, fingíamos no haber oído nada. No nos harían cambiar de opinión, no íbamos a escucharlos: nos marchábamos a América. Siguiendo los pasos de aquellos hijos negros secuestrados, nos marchábamos, sí, nos marchábamos. Y cuando llegamos a América cogimos nuestros sueños, los miramos con ternura, como si fueran bebés recién nacidos, y los dejamos a un lado; no lucharíamos por ellos. Nunca seríamos las cosas que habíamos querido ser: médicos, abogados, profesores, ingenieros. No habría colegio para nosotros, a pesar de que nuestros visados eran visados de estudios. Para empezar, sabíamos que no teníamos el dinero para pagarnos los estudios, pero aun así habíamos solicitado esos visados porque era la única forma de salir.
En lugar de ir a la escuela, trabajamos. Nuestras tarjetas de la Seguridad Social decían «Válida para trabajar sólo con autorización del Servicio de Inmigración», pero nosotros apretábamos los dientes, nos saltábamos la ley y trabajábamos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? ¿Qué podríamos haber hecho? ¿Qué podría haber hecho nadie? Y como estábamos infringiendo la ley, agachábamos la cabeza, avergonzados, porque antes nunca habíamos infringido la ley. Agachábamos la cabeza porque ya no éramos personas; ahora éramos ilegales