2. La flor de Utah
No es éste lugar a propósito para rememorar las privaciones y fatigas experimentadas por el pueblo emigrante antes de su definitiva llegada a puerto. Desde las orillas del Mississippi, hasta las estribaciones occidentales de las Montañas Rocosas, consiguió abrirse camino con pertinacia sin parangón apenas en la historia. Ni el hombre salvaje ni la bestia asesina, ni el hambre, ni la sed, ni el cansancio, ni la enfermedad, ninguno de los obstáculos en fin que plugo a la Naturaleza atravesar en la difícil marcha, fueron bastantes a vencer la tenacidad de aquellos pechos anglosajones. Sin embargo, la longitud del viaje y su cúmulo de horrores habían acabado por conmover hasta los corazones más firmes. Todos, sin excepción, cayeron de hinojos en reverente acción de gracias a Dios cuando, llegados al vasto valle de Utah, que se extendía a sus pies bajo el claro sol, supieron por los labios de su caudillo que no era otra la tierra de promisión, y que aquel suelo virgen les pertenecía ya para siempre.
Pronto demostró Young ser un hábil administrador, amén de jefe enérgico. Fueron aprestados mapas y planos en previsión de la ciudad futura de los mormones. Se procedió, según la categoría de cada destinatario, al reparto y adjudicación de las tierras circundantes. El artesano volvió a blandir su herramienta, y el comerciante a comprar y a vender. En la ciudad surgían calles y plazas como por arte de encantamiento. En el campo, se abrieron surcos para las acequias, fueron levantadas cercas y vallas, se limpió la maleza y se voleó la semilla, de modo que, al verano siguiente, ya cubría la tierra el oro del recién granado trigo. No había cosa que no prosperase en aquella extraña colonia. Sobre todo lo demás, sin embargo, creció el templo erigido por los fieles en el centro de la ciudad. Desde el alba a los últimos arreboles del día, el seco ruido del martillo y el chirriar asmático de la sierra imperaban en torno al monumento con que el pueblo peregrino rendía homenaje a Quien le había guiado salvo a través de tantos peligros.
Los dos vagabundos, Joh