El señor Bartelbooth no podía leer sin que sus propias ideas se interpusiesen. Era en vano que él abriera cualquier libro: sus pensamientos ocupaban el lugar del texto. Pero a la vez era cierto que las mejores ideas se le ocurrían leyendo, así que acudía a los libros con la evidente intención de salir de ellos (de salir, en fin, de la frustrada lectura donde no entraba jamás) con alguna clase de hallazgo o, por qué no, de revelación personal