Hayden se sentía confuso una vez más, acorralado y bailando con la muerte como la absurda rata que era. Las oportunidades le rechazaban y se escurrían como el agua entre sus manos, con la única compañía de la droga palpitándole en el cerebro y de aquellos ojos acusadores mirándole desde el lado opuesto de la habitación, en el lienzo.
Tenía un cuadro de veinte millones de libras frente a él, un robo legendario con su firma, una cadena de asesinos provenientes de la Deep Web y a toda la policía londinense y francesa investigando tras sus pasos.
Y, aun así, Hayden se sentía la criatura más insignificante del mundo.