Diario pinchado

Ahora me doy cuenta de que el regalo quería decir: Arreglate sola. Finalmente lo hacía.

Existieron escuadrones de mujeres, las Trümmerfrauen

Es el número de una rifa, con el 321 impreso en violeta. Miré la cifra y pensé que parecía un conteo, lo previo a un gesto, un grito, una explosión

Sacudió la cabeza como diciendo siempre igual

El S-Bahn nos dejó a pocas cuadras. Fuimos por un camino que Franziska conocía; me dijo que la entrada estaba algunos metros más allá. El entorno iba volviéndose menos urbanizado, hasta que llegamos a las puertas del bosque. Íbamos con dos mochilas cargadas a tope. Comida y bebida para un picnic, mantas para recostarnos, libros y una cámara de fotos que sacaba de la casa por primera vez. Era el día más caluroso desde que había llegado a Berlín; me toqué la parte de arriba de la cabeza y estaba hirviendo. Pero al entrar al bosque, los árboles habían detenido el sol y el aire se tornaba perfumado y húmedo. Caminamos lentamente escuchando el sonido de nuestras zapatillas contra la tierra. Un sonido seco pero mullido

intentar que se diluya mi malestar en el lago, como un cubito de hielo

¿Para quién son las palabras que escribo en este cuaderno? ¿Siempre se escribe para alguien? ¿Toda literatura es epistolar?

Le dije que yo no creía tanto en los viajes, que me parecía que estaban sobrevalorados. Me preguntó qué hacía ahí entonces y le dije que no sabía. Nos reímos. Me costó hablarle de vos. Cuando el alcohol empezó a hacer efecto le pregunté por qué me había dejado de escribir. Sonrió y dijo que el español se le había perdido

Me saqué el rouge con bronca y tiré el papel al inodoro. Lo miré un segundo como si fuera un jirón de sangre en el agua, sin saber contra quién hacía eso, si contra mí, contra vos, contra la poesía.

Sus versos eran impactantes, escritos con palabras nobles, como forjadas en bronce. Como si para impresionar a los locales hubiera que decir cosas de peso.