Poesía reunida

Qué horrible es llegar tarde!,
a todo sitio, tarde.
No sé si estoy despierta,

¡Que me traigan palabras
para hablarte, Señor!
Tú eres lo inabarcable, lo innombrado.
Tú eres la esencia en la que se mueve el universo.
Los prudentes y los precipitados pensamientos.
El Ying y el Yang de toda tu Creación.
Tuyas las incansables abejas de la mente y sus celdillas.
Tuyo este amor que abrasó
todas las noches y días de mi vida.
Sella mi corazón, Señor,
como al más entrañable buceador de tu presencia
para no retroceder
hacia la estancia obsesiva del recuerdo.

Ancladas en el cuerpo
vivirán tus palabras,
aunque tus espuelas rasguen
los límites del tiempo y el espacio.
Ahí nos encontraremos sorprendidos
ante la puerta del juicio
y el corazón de la nada.
Pronto, en espiral ascenderemos
de una dimensión a otra.
Nos vocearemos en el infinito,
navegaremos entre múltiples
almas gemelas a las nuestras,
e iremos hacia delante
porque todo es avanzar
hasta llegar al núcleo
incandescente de la energía divina
y allí nos fundiremos
en ese océano de luz
hacia el que caminamos
encendidos del mismo amor
que nos recibe.

Sin reposo velé noches enteras,
descifrando tus signos.
Viento resplandeciente
sopló sobre mis horas afiebradas.
La lámpara maduraba mis ideas
como el sol los trigales.
Hoy la nieve de mi memoria se derrite,
bosteza la durmiente interior.
Y canta.

Siempre me fuiste amado
y sé que tuyos fueron
los septiembres azules,
los marzos lilas,
el color del tiempo.

¡Oh fiesta en la sangre centellante!:
ya despertaste al tigre que dormía.
No sabía que de rama
crecería a selva
derramándose.

Los hombres fuimos luz hace siglos,
hoy somos sueño
rebotando en los espejos de la eternidad.

la vida estrangula
como bola de fuego en mi garganta
y hay mañanas de plomo
en que estoy tan cansada
como si sobre de mi cuello
se sostuviera el mundo.

Me alargué de tu carne hacia la tierra.
Si me hubieses tronchado el cuello
como a yerba inútil,
yo no sería
esta mujer desvalida que tirita
a la orilla del mundo,
ni mi corazón
lino blanco que lo incendia el amor
y lo deshila el aire.
Qué soledad sin fondo:
ni una brizna de cielo,
ni un rato de sosiego,
ni un refugio seguro;
sólo el llanto atropella
mis días que no acaban.

Dios mío, cómo duele tu ausencia,
llaga abierta de los pies a la frente.