Cuando todavía no escribía, pero quería ser escritora, la idea de sentarme a inventar historias me parecía forzada. Leía mucho, claro, como quien espía una conversación estupenda porque se sabe incapaz de meter un bocadillo. Leía y lanzaba juicios: «Esto no es escribir, esto es dominar una técnica correcta de confección de frases.» No tenía muy claro qué significaba «escribir», pero sí tenía claro que, por muy eficiente que fuese una narración, debía haber algo más allá de la escritura, a lo que solo podía llegarse, sin embargo, escribiendo.