A partir de entonces vivieron en una especie de armisticio. Dormían en la misma cama y comían la misma comida durante días y en completo silencio. Sentada delante de su máquina de coser, la señora Gant, sin siquiera levantar la cabeza, escuchaba cómo los pasos de Zilphia atravesaban el cuarto y se perdían en la calle. Aun así, de vez en cuando cerraba el negocio y, con el chal sobre los hombros, se adentraba en las calles y callejones menos frecuentados del pueblo y al cabo de un rato daba con Zilphia, que siempre iba andando sin rumbo y a toda prisa. Luego regresaban juntas a casa sin cruzar una sola palabra