¿Por qué es todo tan feo? Eso le preguntó la niña a su madre mientras divisaba, desde el balcón, un horizonte de fango y cemento, un laberinto gris de edificios plúmbeos como centrales nucleares que perfilaban el siniestro skyline de Sofía y condensaban el espíritu del comunismo búlgaro: ideales elevados, cimientos carcomidos.
Muchos años después, la escritora Kapka Kassabova regresa a su Bulgaria natal para adentrarse en el corazón de la memoria y tratar de responder aquella pregunta que un día hizo desde el balcón de un bloque en el que ingenieros, obreros y psicópatas convivían democráticamente con las cucarachas. A su piso de dos habitaciones en una calle cuyo nombre nunca llegó a saber.
Con el trazo íntimo de una prosa delicada y ácida, Kassabova ofrece el testimonio de un desarraigo personal en mitad de una Bulgaria donde el comunismo pervive como un cerco indeleble en el urbanismo y la memoria colectiva. Una calle sin nombre es el viaje —literal y literario— en busca de un hogar que ya no existe, de las ruinas de un sistema demolido y de una identidad maltrecha por la huida y el exilio.
¿Qué queda del mundo que dejó atrás? De Chernóbil y sus estragos. De la fascinación por los souvenirs de Occidente. De la sospecha ante la propaganda. Del estigma de sentirse los pobres de Europa. De los sueños de una sociedad y una familia arrolladas por la Historia.