Montaigne ha explicado de modo insuperable cómo lee y qué le gusta leer. Su relación con los libros, como con todo, es de libertad. Quiere leer y aprender, pero sólo tanto y durante tanto tiempo como le plazca y sólo cuando halle placer en ello. No ha renunciado a sus obligaciones para asumir otras nuevas. De joven, dice, leía «para la ostentación», para hacer gala de conocimientos y alardear de ellos; más adelante, para ser un poco más sabio, y ahora simplemente por placer, nunca por el beneficio.98 Si un libro le aburre, toma otro. Si un libro le resulta demasiado difícil, «no me muerdo las uñas por las dificultades que encuentro en un libro. Después de uno o dos intentos, renuncio, pues mi cabeza actúa sólo al primer impulso. Si no comprendo un punto a primera vista, es inútil repetir los esfuerzos, sólo consiguen hacerlo más oscuro».99 En el momento en que se requiere un esfuerzo, este casual reader [lector ocasional] desiste. «No tengo necesidad de sudar por ellos y puedo dejarlos cuando quiera».100 No se ha instalado en la torre para convertirse en un erudito o un escolástico; de los libros espera que lo estimulen y le instruyan gracias a este estímulo. Aborrece todo lo sistemático, todo lo que pretenda imponerle una opinión o saber ajeno. Le repugna todo lo que proviene de manuales. «En general elijo libros que utilizan la ciencia, no los que conducen a ella.101 Es un lector indolente, ocasional, ¡pero qué refinado! Uno está dispuesto a suscribir al cien por cien las opiniones del lector Montaigne. En general tiene dos predilecciones. Por un lado, ama la poesía pura, aunque no tiene talento para ella, y admite que sus incursiones en el verso latino no eran sino imitaciones del último autor leído;102 admira en ellos el arte de la lengua, pero, por otro, le fascina también la simple poesía popular. Sólo lo que se encuentra a mitad de camino, lo que es literatura y no poesía pura, lo deja indiferente.103