A sus ciento quince años, Yoshiro seguía conservándose bien físicamente y seguía alquilando un perro todas las mañanas para salir a correr «a lo novia a la fuga», exprimía un zumo de naranja para Mumei, cortaba la verdura en trocitos, se cargaba la mochila a la espalda e iba a comprar al mercado sin intermediarios dando un paseo, pasaba un trapo por la superficie de la cómoda y el marco de la ventana para limpiar el polvo que se había ido acumulando poco a poco sin darle tiempo a asentarse, escribía postales a su hija, lavaba a mano la ropa interior en la pila y, por la noche, sacaba la caja de la costura y creaba ropa original para su bisnieto.