Walter Benjamin persiguió como pocos, o acaso como nadie, ese punto insondable donde las palabras y la experiencia pueden llegar a tocarse. Lo buscó con la persistencia de lo que impulsa el deseo, pero también con la zozobra de lo que se sospecha que puede ser en verdad inalcanzable. Que las palabras y la experiencia puedan llegar a tocarse, vale decir que la experiencia pueda, por fin, de alguna manera, ser dicha: Benjamin presintió esa promesa a veces en cierta zona más o menos mística de la cabalística judía, otras veces en el discurrir sin control consciente de la escritura surrealista, otras veces en la inmediatez palpable de la narración oral, otras veces en la excepcional plasmación literaria de un poeta como Baudelaire.
Y si luego le resulta posible atribuir alguna positividad a los efectos del hachís, no será sino en la escritura (en el trazo material de su escritura) donde cree detectarlos: “¿Acaso una orientación ascendente en la escritura en este último tiempo (a pesar de la frecuente depresión), como nunca antes había visto en mí, se relaciona con el hachís?”.
Todo está bien, entonces, todo parece estar bien otra vez: Walter Benjamin se ha puesto a escribir.
Martín Kohan