Nadie podría imaginarse lo que le ocurrió a Viviane Desroches, la farmacéutica de Saint-Marcel. Nadie sospecharía que esa señora en la que me he convertido, esa señora siempre tan erguida con su bata blanca detrás del mostrador, que escucha las quejas de todos los habitantes del valle y tranquiliza a todo el mundo, que esa señora dio a luz por parto secreto hace treinta y dos años y tres meses. Nadie podría imaginarse que la farmacéutica de Saint-Marcel abandonó a su bebé, y que desde entonces no ha parado de lamentar no haberlo dejado a los pies de la gruta de las hadas. Ustedes me miran y ven a una mujer madura, sensata, con la cabeza bien amueblada. He venido a verlos porque quiero estar segura de que entenderán lo que les diga. Tengo una edad lo bastante respetable como para que no se tomen lo que les voy a decir como una ofensa. Veo pasar por la farmacia a todas esas chicas e intuyo lo que les ha pasado, o lo que les puede llegar a pasar. Sí, aquí también. Como en todas partes. Ustedes son hombres, me imagino que debe de ser más difícil para ustedes entender lo que significa ser una chica joven, el peligro que eso supone. No estoy diciendo que todos los hombres sean unos cerdos y que todas las chicas sean sus presas, no digo eso. Lo que digo es que algunos hombres, y no necesariamente los que parecen más inestables ni los más marginales, algunos hombres se pasan de la raya.