Me mudé a Manhattan a los cuarenta años, mientras Libia se estaba haciendo pedazos, y eso ocurrió el 1 de septiembre, el mismo día en que, en 1969, un joven capitán llamado Muammar Gadafi derrocó al rey Idris, dando así a muchos de los aspectos más significativos de mi vida —el lugar donde vivo, el idioma en el que escribo, el idioma que estoy usando ahora para redactar esto— un punto de arranque: sumando todo eso, resultaba difícil evitar la sensación de que esa coincidencia implicaba alguna clase de voluntad divina.