Para los japoneses constituyen una manera de aproximarse al momento que no es un momento. De este modo, mitigan la presión del ego y crean las condiciones necesarias para aprehender el instante presente. Herrigel nos explica que los rituales de la cultura japonesa son herramientas de concentración para el artista, cuyo objetivo es “alcanzar un punto en el que el saber se espiritualiza”. Cita la práctica de la caligrafía, en la que el calígrafo “examina y prepara” sus pinceles, coloca la hoja de papel con minuciosidad, se concentra en silencio y comienza su obra imbuido en el continuo de esta “concentración impasible”. El florista experto en arreglos florales separa cada tallo delicadamente, los observa durante largo rato, escoge los mejores, los curva con pericia y los dispone juntos en un jarrón escogido con esmero. El ritual favorece la concentración, que ayuda a su vez a liberar el pensamiento creativo, lo que hoy en día algunos llaman “entrar en flow”, con el fin de alcanzar ese estado de conexión y de llegar a “presentir aquello que habita en los oscuros sueños de la naturaleza”. La actividad creadora da “la impresión del desarrollo completo de un todo”