Cada una de estas quince historias que Nora Pojomovsky ha parido supone mucho más que un quiebre, mucho más que un darse a luz.
Son, en cierto modo, un esbozo de desdoble de quien en su propia carne ha experimentado la raíz y la savia de la errancia, el desplome inerte del sueño abortado y la preñez oculta de querer poblarlo todo, de pretender abarcar en una vida todas las vidas.
Matriarca de su exquisito lenguaje, Nora acostumbra a ubicarse en los bordes. Su biografía lo clama, su escritura lo atesora. Una escritura que, en las páginas de este, su primer libro, exhala el insoportable dolor de la alteridad.
Aunque como autora no puede ser más «hebrea», sus trazos no se restringen en absoluto a lo judío. En ella (y en ellos) hay lugar para el islam, para el cristianismo y para el budismo, porque Nora sabe bien que lo divino es sinónimo de lo diverso, que es espejo de lo desigual.
Sus quince relatos son su propia familia monomarental y nos transportan a un abanico incesante de culturas y de paisajes que ameritan pausas durante su lectura, que precisan de un tiempo interno de gestación para poder disfrutar del fruto de cada historia (propia), del fruto de cada tierra (ajena).
Son críticos. Son demoledores. Y desbordan.
Duelen como un parto.
Pero nos dan a luz.
Y serán bendición para todos los que los acerquen a su pecho.