Ese día salí a caminar por la ciudad, y después el otro y el otro, para entender en el trayecto que las cosas habrían sido bellas, fulminantemente bellas, pero que ahora no lo eran. Escenas muertas, concluyentes. Yo era capaz de comprender la belleza a través de un algoritmo básico, a través de la suma mecánica de sus letras y números, como si intuyera la forma del resultado final, pero no podía penetrar en la semántica de lo bello ni en el signo vivo de la emoción. La anestesia no aliviaba el dolor, la anestesia era el dolor. Le dije a mi chica que no me llamara ni escribiera más. No le importaba demasiado y no lo hizo, ya me había robado suficiente dopamina.