En el mundo de Milagros Abalo la naturaleza irrumpe en la vida cotidiana y obliga a detenerse en acontecimiento nimios que, sin embargo, tienen el poder de una revelación: unas camelias que no pudieron abrirse, los pechos de una gata que cuelgan como gotas de leche sin leche o el cactus que se atrinchera en la tierra yerma confiado en que resistirá el olvido: todas son imágenes que con inusitada fuerza sugieren un mundo dominando por leyes ciegas. La poeta no remite a Dios. Tampoco a eso que los antiguos llamaban Destino. Su conciencia moderna solo se detiene en la fuerza del agua y el esplendor de la luz y la singularidad de ciertos animales o plantas, para advertir que la vida humana pierde la capacidad de sorpresa -y de goce— justamente cuando pasamos por alto esas pequeñas epifanías silvestres.