Frente a mí, con dos mesas vacías de distancia, había un señor que repartía su atención entre el diario y las palomas. Si hubiéramos estado en Buenos Aires, el espacio entre ese señor y yo habría estado absolutamente galvanizado por su actitud y la mía. Pero ahí no, y yo tenía ganas de hablar. Le dije: “No comen el queso”.
Como si fuera un comunicado de lo más natural, me dijo: “No pueden masticarlo”. La conversación siguió por la ruta palomeril y yo pensaba, ¿cómo cierra esto? Cerró sola.