Después de adquirir las entradas Tony compró palomitas y, para sorpresa de Eilis, no la llevó a la parte de atrás del cine sino que le preguntó dónde quería sentarse y pareció alegrarse de que escogiera asientos del centro, desde donde verían bien la película. Aunque al cabo de un rato le pasó el brazo por los hombros y le susurró un par de veces al oído, no hizo nada más. Después, mientras esperaban el metro, estaba de tan buen humor y tan encantado con la película que Eilis sintió una enorme ternura por él y se preguntó si alguna vez descubriría en él algo desagradable. No tardó en ver, a medida que fueron con más regularidad al cine, que las películas tristes o las escenas duras podían sumirlo en el silencio y la melancolía, encerrarlo en un abatido ensueño del que costaba hacerlo salir. Y si ella le contaba algo triste, su rostro cambiaba, dejaba de hacer bromas y quería hablar sobre lo que le había contado. Nunca había conocido a nadie como él.