Ese sentimiento que Poppy y yo habíamos experimentado en la iglesia, ese sentimiento divino de presencia y promesa, estaba aquí y ahora, oprimiéndome el pecho y haciendo flotar mi cabeza por la potencia del aire mismo, y una vez más me sentí como un novio en el día de su boda, gritándole su regocijo a sus seres queridos, y esta habitación era nuestra jupá, nuestra tienda de matrimonio, la tenue luz azul de la lámpara de las diez vírgenes, nuestros cuerpos replicando la unión que Dios ya había sellado entre nuestras almas inmortales.
¿En qué se diferenciaba esto del matrimonio? ¿Por qué no era más vinculante e íntimo estar juntos, desnudos y en presencia de Dios? Como mínimo era un compromiso, una promesa, un juramento.
Le di unos azotes a mi prometida deseando poder beberme sus chillidos como escocés y luego comerme sus gemidos. Me la follé con fuerza, mirando rebotar el cabello azul contra su espalda, las líneas delicadas que aparecían en su cintura cuando se aplastaba contra la perfección de las caderas y el