Los turistas pudientes dan hoy la vuelta al mundo, igual que Phileas Fogg, como si estuvieran jugándose una apuesta contra reloj; viajan drogados por la prisa, arrastrando su impaciencia por los aeropuertos, por los hoteles, por las ciudades. Muchos de ellos soportan doce horas de avión para hacerse una foto en un sitio que no tiene otro interés que el estar lejos. A menudo van a lugares que son más feos, más caros y más insalubres que los países donde viven.