Al final, los gatos acaban intentando hablar nuestro idioma. Usan para comunicarse con nosotros, para pedir o exigir, unos maullidos que, si nos fijamos bien, comprobaremos que no utilizan jamás para comunicarse entre ellos. Pero saben imitar de manera inquietante el llanto de un niño y por eso los maullidos del gato, cuando son insistentes, nos causan tal desasosiego, sobre todo a las mujeres: nuestro instinto maternal, de protección de las crías, se activa ante el lamento de un gatito insistente y tiránico, al que erróneamente creemos desvalido, convencidos de que los animales dependen de nosotros (y sí que dependen para algunas cosas: nosotros limitamos el espacio por el que se mueven, su acceso a la comida y a la bebida).